Mis días en Seúl han sido una mezcla entre la efusividad del turista que espera devorar la ciudad en los días que dispone y la calma de una persona mayor que se ve obligada a tomar el tiempo para contemplar y descansar. Prefiero ser más la segunda; es mi forma de ser. Va más con mi gusto natural: mirar a lo lejos e imaginar los detalles donde no alcanza la vista. Disfruto más los días de calma, de recorrer a paso lento, de tomar fotos a los pájaros que se coquetean, incluso cuando sé que hay pájaros en el balcón de mi casa cada mañana, o de simplemente esperar a que se enciendan las luces en el atardecer.
Descubrimientos inesperados en las calles de Yongsan
Sin embargo, hay otros días en que me levanto con el itinerario lleno, y esos también los disfruto. Pero todo pasa tan rápido que no podría contarte que un olor a pollo dulce invadía una calle cercana a la parada del autobús y que, para entrar al lugar, había que hacer una cola de al menos quince minutos; que podía no tener afán para entrar y sí para comer, y aun así eso no me impidió disfrutar. No era pollo Frisby con miel. Igual que este, podía comerse a cualquier hora del día y reconfortar de alegría. Estaba picante, pero lo justo, para hacerme querer volver.
Tampoco podría decirte que las cosas más raras pasan cuando resultas a diez minutos más lejos del punto de partida. Yo estaba en medio de callejones angostos, con una abeja haciéndome compañía como perro callejero y una abuela mirándome mal por estar en medio del jardín de su casa, por mi cara de vergüenza, sintió lástima. Esperó a que yo misma encontrara la salida, o al menos eso asumo.
Una librería infinita y la nostalgia de escribir
Ni hablarte de la nostalgia que sentí cuando miré hacia arriba y no estaba el cielo: había planetas y un montón de universos que les alcanzaban. De estanterías altas, luces brillantes y siempre llenas de gente, aunque no exactamente de lectores. En su pequeña inmensidad soñé con que un día un libro mío estuviera allí, estaba en Starfield, esa librerìa que vi tantas veces en pinterest y también tuve tiempo de llorar, porque yo misma bloqueé ese anhelo. Sentada en sus escaleras recordé cuando estar ahí fue un sueño lejano, no imaginé que volvería, y ahora lo contemplaba por segunda vez.
Luego, sonreí mientras pensaba que quería tener el superpoder de entender y hablar todos los idiomas y lenguas. Hay cosas posibles y otras no tan sencillas; en este caso, con el coreano bastaría. Me moví a una esquina, más por vergüenza de estar tanto tiempo que por miedo a que la gente pensara que estaba loca. Realmente, la mayoría de los extranjeros no permanecían más de quince minutos.
Pasé tres horas entre universos, terminé En agosto nos vemos de García Márquez, escribí en mi diario y, como humana de este siglo, me incomodé ante la quietud, rodeada de movimiento y ruido, como en una escena de película.
Los libros no tienen olor allí, al menos que no hagas el esfuerzo de sentirlo. A pocos metros están los cafés, tiendas y restaurantes que hacen que el aire sea una mezcla sin mucha vida. Pensé en que debía irme, aunque nadie me estuviera echando, como me ha ocurrido tantas veces en otros momentos y circunstancias.
Y sí, todo sueño necesita un soñador
Ese día no tuve otro plan más que volver a casa, si así podría llamarle a mi alojamiento por estos días. Aunque cosas por hacer siempre hay muchas, no pensé en ninguna. Me senté en una cafetería a corregir lo que espero sea un buen inicio de mi carrera como escritora. Sin embargo, una vez leyendo, volví a dudar y reflexioné sobre la cantidad de sueños sin soñadores, olvidados por el miedo. ¿A qué? Mi respuesta es: a todo y a nada; el “todo” es tan ambiguo que se convierte en nada. Luego están todas estas obras que un día también fueron una idea y todavía no sé de qué lado estoy.