La cabeza me quemaba mientras caminaba en silencio, mirando a los lados para no perderme. Era la primera vez que pisaba esas tierras. Aunque había un sendero de árboles bordeando la gran vía, estaban al otro lado de la calle y ya no podía cruzar. El paso de cebra más cercano quedaba a unos veintidós minutos a paso normal. Debí haber salido por la puerta número siete y no por la seis, pero sin nadie a quien echarle la culpa, decidí seguir bajo el sol de mediodía. Qué extraño resulta caminar sin volver atrás, aun si uno se ha equivocado.
A pesar de que no hay un solo árbol en esta vía, tengo una vista preciosa. De haber elegido la otra salida, no habría tenido la suerte de ver este riachuelo fluir. Es raro que algo tan sencillo me cause asombro, como si tuviera tiempo para detenerme a contemplarlo, cuando en realidad cargo conmigo todo lo que he reunido en treinta años: una maleta de veintitrés kilos que en verdad no llega a los quince, pero que pesa como si llevara piedras. Sin abrirla, sé lo que contiene: un par de pantalones de vestir, blusas para una semana de oficina, El poder del ahora de Eckhart Tolle, La biblioteca de la medianoche y una Biblia que mamá me regaló hace años, cuando pensaba que algún día tendría la mente abierta para comprender todas sus metáforas. Además, llevo dos pares de zapatos —unos para entrevistas y otros para hacer deporte— y los tarros casi vacíos de champú y acondicionador. Aunque cabrían no empaqué ni sueños, porque los he venido a buscar. Cada vez pesa más la maleta, estoy sudando, y como si tuviera todo el tiempo del mundo, este riachuelo me hipnotiza. Fluye, fluye… justo lo que necesito para esta vida.
A algunos les gusta hacerse la vida difícil, allá parada como si no fuera a volver a ver el riachuelo que bordea ese lado de la vía, pero bueno ¿quién soy yo para juzgarla? intentar tomar mejores decisiones la trajo hasta aquí y empezó mal este viaje, aunque ya sabía que no iba a estar tan sencillo desde que se le rompió la rueda de la maleta cuando la subía a la escalera del aeropuerto, debió tomar el ascensor, y eso que paso por el lado, pero algunos les gusta complicarse la vida.
Estoy a apunto de echarme esta maleta al hombro, pero tengo que mirar el mapa en el teléfono para saber cuándo debo girar. Se me ha roto un auricular y solo se escuchan los bajos del lado izquierdo. Que bonito canta ese pajarito… ¿cómo puede estar tan campante ahí parado sobre esa farola, cantando, y todavía más paciente el de al lado disfrutando el concierto de su amigo? Me encantaría unirme a su festival pero ni canto ni tengo tiempo. El mapa pone veinticinco minutos desde que me bajé del metro, y aunque el fitness dice que he tenido una caminata a buen ritmo, parece que estoy perdida.
Ya decía yo que era imposible que no se perdiera, ahí va dando vueltas con el teléfono de un lado al otro buscando la línea azul que dice que va en la dirección correcta, pero como se entretiene hasta con el cantar de un pájaro. Aunque estar perdida para ella es su saber hacer.
Una parada técnica para revisar y respirar es justa y necesaria, pero no se porque si traje este bolso que me pesa en la espalda no meti una gorra, aunque eran importante traer los últimos diarios, no sería sano dejarlos en la casa de los papás, una gorra me hubiera hecho bien o aunque sea una botella de agua, eso sería más lógico ¿qué hay de lógico en todo esto? todo y nada, todo para mí y nada para todo el que lo vea.
Nunca la había visto caminar con tanta firmeza, recogerse el pelo aunque se dañe el look, atar los cordones de los zapatos con fuerza o permitir que se ponga roja la cara, me sorprende que esta locura la arrastre como viento otoñal en esquina de semáforo, ¿cómo ha llegado hasta el otro lado del mundo? No suele ser terca, aunque descuida con sus pasos, no pisa el freno casi nunca a tiempo y vive de lío en lío.
Siento que voy a llorar. Debería permitírmelo, aquí, en medio de este callejón con un poco de sombra, aunque huele mal. Merecería limpiar mi alma. Estoy a solo treinta metros de mi nuevo hogar y no quiero que me vea así. Desde aquí alcanzo a ver las ventanas, más pequeñas de lo que imaginaba, pero aun así permiten entrar la luz.
Entonces aquí queda su nuevo hogar, ¿para qué ventanas sin una bonita vista? diminutas, dan a edificios viejos y deteriorados. Se hubiera quedado donde estaba, no le faltaba nada, veía al cielo con solo abrir las ventanas, le rodeaba la paz de fachadas sobrias y cristales impecables, pero una vez más hay personas que les gusta complicarse la vida.
Si no hubiera soltado esas piedras no hubiera podido subir esas viejas escaleras que se tambalean solo con mi peso, frágiles como la imagen que el mundo tiene de mi. Sin embargo, esos ojos que me miran a través de la ventana son los míos. Soy yo misma quien me permite ver este rayo de sol que atraviesa el cristal, se convierte en arcoíris y viste mi cama. por cierto, ¿quién en es el mundo? Soy yo misma.
- Maritza Orozco – 09/24 – Seúl