Crónica de mi viaje a Corea

Entre el ruido de sus calles y el silencio de sus parques, ¿se puede sentir un lugar tan lejos de mi raíz como si fuera mi casa? Sí, gran parte de mí estaba preparada para este encuentro. La extravagancia de sus luces, el lujo de sus carros, la grandeza de sus calles y puentes, la majestuosidad de su mar, sus llamativos mercados, el olor de sus calles, la imponencia de sus templos, la magnitud de sus edificios, el movimiento de sus tiendas, la grandeza de sus artistas, la resiliencia de su historia, el patriotismo de su gente, la elegancia de sus ropas y su don de amabilidad. Sí, podría estar describiendo cualquier otro lugar del mundo desde los ojos de un emocionado forastero, pero, en realidad, de este lugar me llevo los detalles, todo cuidado con delicadeza y cada cosa en un lugar especial, tan preciso como el picante de sus comidas.

Como la mayoría de los que llegamos a un lugar por primera vez, quería devorarme el país a ritmo de maratón, avanzar rápido y recorrer la mayor cantidad de kilómetros. Llevaba tres días cuando mi interior me pidió bajar el ritmo para hacer de este un encuentro íntimo. Así que recorrí cada noche la misma calle; encontré un rincón de paso para todos los que por allí transitan. Esperaba el cambio de cuatro semáforos por trayecto, y mientras pasaban los segundos en rojo, yo contemplaba el cielo o contaba las luces encendidas en alguno de los edificios del frente. Paré en la misma tienda cada noche, pero siempre compré algo diferente: alguna vez, café (aunque no lo tomo) porque decía «Colombia» y me alegré cuando su sabor estaba sabroso; me recordó mi tierra, y me sentí orgullosa de que, al otro lado del mundo, también disfrutaran de su suave y especial sabor.

Una banca se hizo mi amiga. Un riachuelo que también hacía su paso para ir al gran río Han me escuchó llorar de felicidad. Allí estaba sola, pero nunca lo sentí así. Formé una pasajera relación con un lugar invisible. Contemplé el cielo desde allí, aunque siempre le daba la espalda a la luna. Tenía su encanto: cientos de personas, parejas, familias y amigos pasaban por mi frente para hacer el paisaje más bonito. Algunas canciones amenizaron instantes. A las dos orillas del riachuelo le separan doscientos setenta y tres pasos míos, y el metro, que se ve pasar por encima cada cinco o seis minutos, tarda medio minuto en atravesarlo. No todos los días el río fluye con la misma fuerza; es su naturaleza y también su encanto.

Parecía tener una cita debajo del puente cada noche después de cenar en el lugar con el que hice un contrato silencioso por amor a su kimbab, kimchi, rábanos, ramen y sopa. Le contaba al universo sobre mis movidos días entre templos, museos, edificios, calles de colores, jardines, galerías de arte, idols, comida callejera, dulces, té y postres deliciosos; sobre conversaciones improvisadas en mi mal inglés, y también que algunas veces repetí destinos porque sentía que no había grabado muy profundo su esencia.

Pasé aproximadamente veinticuatro horas de mi viaje de dieciocho días en una de las sillas de parada para quienes miraban el mapa, descansaban unos segundos o paraban para fumar un cigarro. Estaba un poco oscuro, pero me conecté con su misterio. Me hice muchas preguntas mientras estaba allí, sin ningún motivo especial; simplemente hice lo que mi corazón pedía.

No soy buena generando vínculos con las personas, pero sí con los lugares. Claro, siempre se hacen amigos, se conoce gente especial y se cruzan almas bonitas que se entienden más allá del idioma. Las abuelas son abuelas en todas las partes del mundo, y algunas me ayudaron y cuidaron como si fuera su nieta.

No sobra decirlo: gracias, Corea. Espero algún día volver a visitar a mi vieja amiga, y con esta carta le doy el permiso a mi alma para seguir escribiendo sentires.

Click here to display content from Instagram.
Más información en la política de privacidad de Instagram.

Ver esta publicación en Instagram

Una publicación compartida de Maritza Orozco 💜 (@maritza_orozcor)